Teorema
Si se pidiera a aquellos habitantes del mundo, que poseen suficiente madurez intelectual para hacerlo, que escribieran su personal escala de valores, por muy diversas que fueran las respuestas, seguramente la libertad estaría entre los primeros lugares.
¿Cuál sería la respuesta en Cuba, cuyos habitantes la conocen menos que los de Estados Unidos o Inglaterra? ¿La valorarán más alto los cubanos, o será mejor valorada por los ingleses? ¿Se aprecia más aquello de lo que se carece? ¿O por haberla tenido siempre ignoramos su importancia?
Pienso en Chile, 2021, que después de más de 40 años de disfrutar los beneficios de la vida en libertad, sufragó a favor del izquierdista Gabriel Boric. Pienso en la Polonia que votó por Lech Walesa en 1990 tras 40 años de haber estado sometidos primero a Alemania y después a Rusia, con la pobreza consiguiente.
Concibo la libertad como un todo. Encuentro su fragmentación como una copa de cristal que se rompió en pedazos. Hablar de libertad sindical, de libertad para producir, para consumir, para manifestar, de la libertad de prensa… es hacerlo de las partes de la que deberían constituir un todo unitario.
Es como si se estuviera conquistando sus partes sin integrarlas. En muchas personas la idea de libertad personal sí existe como una concepción unitaria, sujeta a las limitaciones que vivir en sociedad impone. Cuando la legislación nacional persigue el bien común, tales restricciones adquieren el carácter de leyes generales. Los ciudadanos aceptamos prohibiciones bajo la forma de leyes iguales para todos. Empero, nos mueve a rebeldía aquellas disposiciones que privilegian a unos sobre otros.
En adelante quiero referirme al fragmento que llamamos libertad de prensa y que ahora ocupa un lugar destacado en la discusión pública nacional. Subyace indeleble bajo las denuncias de unos y descargos de otros, dificultando la correcta aplicación de la ley e impidiendo que fluya con fuerza todo su carácter de imparcialidad.
Las asociaciones de periodistas como la Sociedad Interamericana de Prensa ―SIP― así como muchos pensadores, afirman que la gran conquista de la humanidad es la libertad de prensa. Aseguran que para una sociedad libre esta debe estar por encima de los demás valores. Que es irrestricta. Los más efusivos exigen que carezca de limitaciones y no sea objeto de regulación alguna.
Desde su fundación en 1948, el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos decía: Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
La preservación de la libertad de prensa buscó en todos los países el amparo de sus constituciones. El pensamiento de una persona puede ser expresado sin censura previa. Nadie, especialmente el Gobierno, puede evitar que un ciudadano exprese lo que desee. Después, esa persona sí puede sufrir consecuencias. Sobre esa base quedó establecida la ausencia del Estado en las organizaciones y medios de prensa.
Bajo esa luz me permito proponer una situación ficticia pero que se repite con frecuencia: Un ciudadano acusa públicamente, al margen de las instituciones judiciales, a otro de haber cometido actos ilícitos, incluso criminales y lo hace sin tener evidencia legalmente válida de ello. Tal declaración, que se podría tipificar como calumnia, destruye el buen nombre del acusado, causando daño a su dignidad. Este, tiene derecho a acudir ante la ley y recusar al primero por haber mentido. Si sigue y gana un juicio quien lo denigró puede quedar sujeto a una reparación pecuniaria o a guardar prisión.
Sin embargo, si el primer individuo en la situación anterior posee un carnet que lo acredita como periodista, la reclamación del segundo se vuelve tortuosa y entra en un laberinto que reduce su posibilidad de éxito. El periodista forma parte de una clase privilegiada que goza de cierta impunidad en sus declaraciones cuando las hace a través de un órgano de prensa.
La entidad que lo acreditó como periodista, por lo general no hace un examen profundo de las condiciones éticas de la persona amparada con ese distintivo. Aún más, la misma organización de prensa que extendió ese carnet podría, eventualmente, transgredir el honor de terceros y actuar bajo condiciones éticas discutibles.
Entonces, la condición de periodista no necesariamente garantiza una conducta ética destacada. Por lo contrario, favorece que un individuo pueda actuar con cierta impunidad cuando violenta la dignidad de otro sin importar que mortifique también a su familia. La esposa, hermanos, padres y principalmente los hijos menores habrán de ser motivo de burla y acoso escolar. Los compañeros de estudio, amistades y personas de su ambiente laboral también reaccionan con susurros discriminatorios.
Se dice que los niños y adolescentes son particularmente perversos con los hijos de quienes han sido agredidos en su dignidad. Pero no solo ellos, los adultos en Guatemala tenemos cierta predisposición a creer todo lo malo que se pueda decir de una persona y desconfiar de las características positivas que se le adjudiquen. Si un ciudadano ejemplar es detenido por la policía, le implantan una bolsa de heroína en su automóvil y lo acusan de narcotraficante, la mayor parte de la gente está dispuesta a decir: ¿Quién lo hubiera pensado? ¡Y tan buena persona que parecía ser!
El derecho de respuesta a que obliga la ley a los medios registrados, algunas veces no se concede hasta que el agravio ha permeado la memoria colectiva. Muchos medios consideran que es potestad suya decidir si lo otorga o no. Cuando sucede en un medio impreso, el espacio que asigna es reducido y el texto lo redacta el mismo diario.
Los medios impresos tienen carácter de permanencia porque pueden ser consultados en las hemerotecas y su contenido se convierte en verdad histórica que llega a ser parte del material del que se nutren los historiadores. La Historia Nacional recoge, en buena parte, lo publicado en los periódicos impresos. La responsabilidad inmediata por lo expresado por un periodista corresponde a este, pero con el tiempo se diluye con la organización de prensa que lo publicó.
El indigente Rubén Chanax, alcohólico que dormía en el parquecillo frente a la iglesia San Sebastián, acusó a tres militares de haber asesinado al obispo Gerardi. El Diario La Nación registró tal declaración en su edición del 28 de marzo de 2001. Maite Rico, Francisco Goldman y Bertrand de La Grange, investigadores y escritores independientes, personas serias y confiables, argumentaron en contrario. Pero prevaleció la versión del indigente y tanto Byron Lima como Obdulio Villanueva fueron encarcelados a raíz de aquella denuncia y murieron en prisión.
La gente puede estar totalmente convencida de que un acto ilícito fue cometido por determinada persona sin contar con evidencia alguna que sustente tal convicción. Su certeza proviene de los medios de prensa y las redes sociales. Pero puede ser falsa, incluso absurda.
Un ejemplo: Se dijo que funcionarios rusos de la mina de níquel sobornaron al presidente Giammattei. El dinero, le habría sido entregado dentro de una alfombra (a manera de taco) que llevaron a casa presidencial. De haber verdad en tal soborno, el dinero pudo ser depositado en un banco del extranjero a nombre del gobernante. Se pudo pagar con obras de arte, diamantes u otras piedras preciosas. Incluso con uno de esos libros antiguos que valen una fortuna. Pero… ¡Una alfombra llena de billetes!
Se piensa que, con o sin palabrotas, es válido ofender a los ministros, presidentes y sus vices, diputados, jueces, fiscales, magistrados… Muchos periodistas se sienten con derecho a hacerlo. Saben que el público los aplaudirá. No importa mucho si utilizan señalamientos falaces. Recuerdo a un conocido y valioso periodista de prensa, radio y televisión, quien refiriéndose al presidente Morales, viendo fijamente a la cámara avanzó unos pasos hacia ella mientras amenazador decía: Mira vos Jimmy, ya te lo dije una vez y te lo voy a repetir… Si no lo entendés te voy a hacer un dibujito, a ver si así…
Los artículos de opinión llevan el nombre del autor quien es responsable por su contenido. Los seudónimos, se puede decir que han desaparecido. El editorial es responsabilidad del periódico. Algunas noticias expresan sesgo u opinión del reportero. Empero, la práctica de arrojar la piedra y esconder la mano es profusa en las redes sociales.
Es necesario tener conocimiento y habilidades especiales para identificar el origen de un ataque que “viralizó” en contra de alguna persona, funcionario o no. Se habla de la existencia de Net Centers dedicados a la más innoble de las tareas: Destruir la honra de una persona por medio de mentiras elaboradas que luego los ciudadanos menos cautos reproducen. Secciones apócrifas como “El Peladero” caben en una categoría muy próxima a los Net Centers aludidos. No hay un responsable directo por su contenido.
El editorial y la sección de opinión de los periódicos eran las secciones con mayor riesgo de ofrecer calumnias y atropellar la dignidad de terceros. La mayoría de los columnistas no son periodistas profesionales, en el sentido de que solo una parte reducida de sus ingresos ―si alguna― deriva de los artículos que escriben.
Pero es entre ellos y sus escritos donde se puede observar un mayor cuidado, respeto y ponderación al plantear dudas o denuncias sobre un funcionario u otra persona. Algo parecido sucede con el editorial, que representa la línea de largo plazo de la organización. Su contenido suele ser revisado por varias personas antes de publicarlo.
Hoy, muchas veces, en la parte noticiosa yace, disimulada, la opinión y el sesgo del autor. El director editorial, cuando lo hay, se hace el distraído. La responsabilidad por tales contenidos termina recayendo en el representante legal del periódico.
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